Había brotado, en medio del huerto, un imponente piano de
cola. ¡Sí!, a través de la niebla matinal, que se iba dispersando, se veía
claramente la figura de Dolores, acariciando sus teclas, sonriendo. No me lo
podía creer, pero las carreras por el pasillo de mis compañeros me animaron a
bajar y observarlo de cerca.
Cuando comenzaron los primeros sonidos, tan
delicados y dulces, el alboroto infantil que siempre nos acompañaba desapareció,
y nos dejamos llevar por la música de ese tal “Checosqui” que Dolores veneraba.
No pudimos oír más, al
interrumpirnos las sirenas, pero a partir de ese día, en la oscuridad del
refugio, volvimos a ser niños felices.