Hoy, al mirar mi reflejo en el sucio espejo de enfrente, he
recordado a aquel hombre de profundas arrugas y semblante hastiado, que, apoyado
en el rincón más oscuro del bar, apuraba un tiempo prestado, en largos tragos
de la ginebra más seca.
Al mirarlo, podías ver en sus ojos, sanguinolentos, un dolor
de admitida culpabilidad que nunca le abandonaría.
En su voz, quebrada por el
humo del eterno cigarrillo que sostenían sus temblorosos dedos, escondía
certezas de una vida cruel y cientos de consignas sensatas que ninguna persona seguiría jamás.
Nadie
hablaba con él, pero todos callábamos ante cualquiera de sus escasas
intervenciones o en el momento en el que, tras dejar un billete arrugado y
ajustarse el sombrero, se marchaba en un respetuoso silencio.