Al cruzar la puerta situada al final del pasillo me he
encontrado con mi viejo amigo mirándome de forma extraña.
Sus ojos habían
desaparecido y en su lugar brillaban dos clavos oxidados que lo mantenían
colgado a la pared.
A sus pies, entre excrementos y vísceras caídos de su
rajado abdomen, puedo ver las escasas pertenencias con las que llegó a este
lugar: un libro medio quemado, dos monedas de cristal, algunos dientes de
diferentes tamaños y una foto antigua de la mujer que amaba.
He recogido la
foto, y al guardarla en el bolsillo de mi chaqueta, he sonreído al recordar lo
fácil que me ha resultado hacerlo.