Esta madrugada he vuelto a despertar en una cama extraña y mi
mente intenta recordar, sin resultado, el camino que debí recorrí hasta llegar aquí.
Las sábanas desprenden un olor agrio, mezcla de ginebra y
sexo apresurado, y junto a la cama, sobre una silla destartalada, se encuentra
una vela medio consumida y los restos del polvo quemado en una vieja cuchara de
metal.
Sobre el suelo de azulejos fragmentados, te veo, durmiendo,
sin ni siquiera arrancar de tu brazo la goma con la que buscabas alguna vena que
no hubieras quemado en estos años.
Me arrojo de la cama, con la vana esperanza de encontrar a tu
lado algún resto de la poderosa diosa que domina nuestras vidas, pero apenas que
mi cuerpo nota el primer movimiento, vomita desde mi estómago un líquido oscuro
que cae sobre tu cuerpo.
Mi cabeza queda descolgada de la cama, y mientras el sopor
del último cuelgue se apodera de mi cerebro, sólo acierto a preguntarme cómo habrá
llegado la vela hasta la ventana, y en qué momento empezó a prender la tela
manchada que alguien colocó como cortina.
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