El reloj marca, por fin, la hora de los mortecinos.
Mis pies, ajados, se han detenido incapaces de dar un paso más
en la marcha forzada hacia la exterminación.
Mis ojos, implorantes, se cierran cansados de percibir señales
de dolor y angustia que emanan de seres mediocres.
Mis oídos, sangrantes, estallan con la melodía producida por
las cadenas que cuelgan de estrellas fracasadas.
Mi garganta, áfona, emite los últimos acordes de la primera lengua
que supimos articular.
Y mi alma, exhausta, sólo quiere desaparecer.