Comenzó a despertarse y a sentir una la ligera modorra que le
llamaba a acudir, subyugado, a los brazos del sueño.
Podía sentir, lejanos,
los recuerdos de la batalla, en la que se mezclaron gritos de vacuas proclamas que camuflaban el miedo y la cobardía;
sonidos metálicos de armas enfrentadas; ráfagas sibilantes de balas atravesando
carne humana y gritos desesperados de jóvenes bisoños que intentaban contener chorros
de sangre sobre los que viajaban a su trance final.
Consciente de su nariz partida, comenzó a aspirar el acre
olor de la muerte revuelto con el hediondo aroma a sangre y excrementos de los intestinos
a medio descuajar.
Notaba, a su espalda, el braceo exhausto de compatriotas que,
aplastados, luchaban por alcanzar una pizca de aíre para sus pulmones sentenciados.
En su boca, repleta de dientes partidos, pólvora quemada y blasfemias
diversas, comenzaba a formarse el dulce sabor de la anhelada victoria.
Sus ojos, por fin abiertos, se fijaron en un sol que brillaba
ajeno al absurdo deseo de una especie en inmolarse por cualquier dogma artificial,
y al llegar la figura que tapó la vista, sólo sintió la nada.