Comenzó a despertarse y a sentir una la ligera modorra que le
llamaba a acudir, subyugado, a los brazos del sueño.
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Consciente de su nariz partida, comenzó a aspirar el acre
olor de la muerte revuelto con el hediondo aroma a sangre y excrementos de los intestinos
a medio descuajar.
Notaba, a su espalda, el braceo exhausto de compatriotas que,
aplastados, luchaban por alcanzar una pizca de aíre para sus pulmones sentenciados.
En su boca, repleta de dientes partidos, pólvora quemada y blasfemias
diversas, comenzaba a formarse el dulce sabor de la anhelada victoria.
Sus ojos, por fin abiertos, se fijaron en un sol que brillaba
ajeno al absurdo deseo de una especie en inmolarse por cualquier dogma artificial,
y al llegar la figura que tapó la vista, sólo sintió la nada.
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