Me despierto tranquilo, con el brazo derecho apoyado en la silla
de enea en la que reposa la cuchara que me regalaste el día de tu partida.
Mientras me levanto y aflojo la goma,
escucho a través de las paredes, el tarareo monótono de una alboreá que anticipa
una muerte lenta y dolorosa.
Una tonada que me recuerda que afuera
me aguarda, paciente, el desconocido del traje de sarga gris que se acercó ayer
para darme la nueva.
Un ser acostumbrado a la lenta espera
que precede a su rutinario trabajo de limpieza de seres prescindibles para las élites
de nuestra sociedad.
Una labor que realizará con la excelencia
del burócrata bien entrenado y con la exquisitez del operario que huye de una existencia
fútil.
Pero antes de todo me voy a mear…