Sin saber el porqué, he vuelto a bajar a la vieja mina donde
quemé mi juventud.
He recorrido galerías medio derruidas y túneles sin explorar,
y no he encontrado ningún atisbo de nostalgia ni lastima por una vida que
desperdicié.
En mi peregrinar, me he encontrado con un bello gato de ojos cerrados
que no muestra extrañeza ante mi presencia.
A su lado, puedo observar como el lento discurrir del agua
filtrada ha ido creando vías de escape hacia el interior de la montaña, y que
estas se convierten en el rumbo que debo seguir.
Mientras camino, oigo el sonido silbante del viento que recorre
las cavidades y como se va mezclando con antiguas reverberaciones de gritos y
golpes humanos en una lucha desigual por arrancar de las profundidades algún
sucio metal.
Después de horas descendiendo, he llegado hasta una pequeña
oquedad en la que una inmensa roca me impide continuar y donde decido
descansar.
Entonces pienso que hace tiempo que dejé de prestar atención
al camino que he seguido hasta llegar a este lugar, y que ya me sería imposible
regresar al exterior.
Pero no estoy preocupado, porque aquí sentado, mientras acaricio el suave pelo
de mi compañero, tengo la certeza de que entré en la mina para no salir nunca más,
para quedarme por toda la eternidad.