El camino que ahora tomo me llevará hasta un lugar
totalmente desconocido para el ser humano.
Es un viaje sin retorno, pero que
emprendo con la esperanza de encontrar mi elíseo particular, un lugar donde descansar
al fin.
No existe ningún mapa ni escrito sobre su ubicación, y ni siquiera
existe la certeza de que nadie lo haya encontrado jamás.
Mientras avanzo, oigo
una dulce melodía, que me atrae de forma hipnótica, y al tiempo voy dejando atrás, a ambos lados de la senda,
los restos de antiguos peregrinos que nunca llegaron a su destino.
Sus cuerpos,
momificados, aún mantienen, en lo que queda de sus rostros, un rictus de
felicidad y esperanza.
Observar todo esto no me desanima, en absoluto, me
motiva aún más para alcanzar mi propósito, pues tengo el convencimiento de que los
semejantes que me precedieron, fieles escoltas en mi éxodo, no se detuvieron
nunca, ni se volvieron atrás, pues eran conscientes de que, mientras se
encontraran cadáveres en la cuneta, siempre existiría alguien que habría
llegado más lejos que ellos mismos.
Yo, lleno de incertidumbres, no sé si mi lugar
de descanso final estará en algún recodo de este camino, o si finalmente
alcanzaré a llegar hasta nuestro empíreo, pero si estoy convencido de que,
repose donde repose, siempre formaré una pequeña parte de este viaje colectivo hacia el edén.