Abro los ojos y me veo, tumbado entre heces y sangre, sobre
un suelo embarrado, y noto un intenso ardor en la espalda que me recuerda los
latigazos recibidos.
Fui capaz de aguantar consciente hasta el instante en el
que el tirano vertía la mezcla de sal y vinagre sobre mis heridas.
No puedo
moverme, pero en la penumbra acierto a ver a mis compañeros de asonada, algunos
encadenados a la pared, otros tumbados en el suelo con sus miembros fracturados
y los más débiles, amontonados en un rincón a la espera de ser enterrados.
Y mientras me acerco a la oscuridad de un
sueño definitivo, puedo oír una mezcla de quejidos, llantos y aullidos espeluznante,
que acompaña un pensamiento final hacía nuestros seres queridos, para los que fuimos
la última esperanza.