Cuando se ausentaba de casa lo hacía a escondidas y en
silencio. Si su marido se enterara de esas furtivas escapadas todo acabaría en
un triste y doloroso final.
Pero ese pensamiento lacerante desaparecía en el momento en
que veía a su amigo aguardándola en el lugar de siempre, esbelto y robusto,
mirando al mar y con la suave brisa marina acariciándole.
Al llegar a su lado repetía siempre el mismo ritual sin decir
una sola palabra: le miraba dulcemente, le abrazaba largo rato y se acurrucaba
bajo su cobijo.
En ese instante sonreía y, bajo sus frondosas ramas, se
sentía viva y en libertad.